Imagina por un momento que estás en una colchoneta de playa, imagina que el vaivén de las olas te balancea, que por fin ha llegado ese momento de relajarte después de todo el duro año; las olas vienen y van, contonean tu cuerpo, te mecen y caes rendido a Morfeo, permitiendo mientras duermes que dichas marejadas sigan acunándote.

No sabes cómo ni por qué, pero la corriente se te ha llevado y te deja, despacio, a orillas de una playa que no reconoces; allí no es donde has empezado el día. Al principio te asustas, claro, tu mente interpreta ¡peligro! Y con ese estado de alerta, decides explorar ¡tiene que haber alguien en esta isla! No puedes creer que con una colchoneta de no más de quince euros hayas acabado en una playa desierta.

Caminas y caminas por la caliente, pero agradable arena, y, efectivamente, no encuentras a nadie. Conoces alguna historia de personas a las que les ha sucedido alguna vez, pero nunca pudiste imaginar que te fuese a ocurrir a ti, que fueses a ser capaz de conocer este sufrimiento.

Armándote de paciencia, sigues caminando y caminando…y, en medio del camino, das con algo que llama tu atención. Un montón de basura que el mar ha arrastrado. Restos de la humanidad, que descuidada, ha contaminado el motor que da vida. Y, entre todos esos “desperdicios”, hallas entre otras cosas, botellas. Ojalá contengan agua, zumo, cualquier cosa…. Sin embargo, te enfadas, porque estén vacías, las apartas, son inservibles… y continúas en tu búsqueda de escapatoria.

 Visto que está anocheciendo y tu paseo está siendo infructuoso, decides construir un pequeño refugio (si se puede llamar así). Te sientas, y observas dónde estás. En este bucle, este maremágnum emocional repleto de sensaciones agobiantes, algo en ti hace “click” y piensas «si toda esta gente que una vez escuché que estaban en mi situación, hubiesen encontrado en la isla una ruta de salida, no habría más naúfragos en el mundo. Pero es complicado, claro, porque cada isla tiene su propia ruta.» Así que, sin poder hacer un mapa, te preguntas qué es lo que te hubiese dado consuelo encontrar en ese montón de cosas en medio del camino.

Te diriges veloz a los desperdicios y recoges todas las botellas que, aunque vacías, te serán de utilidad. Asimismo, te agachas a por los trozos de papel, plástico, etiquetas… en las que poder dejar marca; y, por último, recolectas un trozo de madera con el que pruebas a hacer garabatos. Con todo ello entre los brazos, vuelves a tu pequeña “construcción”.

Desde allí, con el sol ya poniéndose, de nuevo resuena esa pregunta… «De náufrago a náufrago… ¿qué le diría a esa persona que ha compartido, comparte o compartirá mi sufrimiento?; ¿Qué me gustaría que me hubieran dicho o dijeran a mí? Y comienzas a escribir en cada recipiente.

Cuando terminas, observando tu “obra”,  piensas “qué tonto soy» y esto ¿para qué?, como si este artilugio pudiese utilizarse para algo… «.Así que lo coges todo y, enfadado, lo tiras al mar.

Se hace tarde, vuelves a ceder al sueño…

Amanece un nuevo día; no con positividad, no con aceptación, no con nada de eso. Hoy, solo amanece. Tus tripas rugen, así que, armándote de paciencia y valor echas a nadar, buceas y buceas hasta que aparece un pececillo con maravillosa pinta.

¡A por él! piensas. Subes y bajas para coger aire, bailando al son de los contoneos de sus aletas. Vas tan concentrado en su caza que ¡pum! Chocas contra algo, ¿qué es todo esto? Un arrecife de corales. ¡Menuda sorpresa! Subes para coger aire, estas agotado y, encima, esa amalgama de algas y seres vivos te ha distraído… adiós pececillo, adiós.

Bajas de nuevo para ver si, por un casual, tu almuerzonse quedó enganchado y ¡guau! Lo que hay enganchadas son cientos de botellas transformadas. Los corales han hecho algo bello con ellas, la naturaleza siempre tiene un regalo para nosotros.

Subiendo y bajando a tomar aire, vas examinando detenidamente cada parte de esa barrera, y lo ves… Ves que más náufragos han tenido la misma idea que tú, que muchas personas han dibujado, escrito, para otros, mensajes de acompañamiento. Creando un bello paisaje que enreda, envuelve, pero no de manera asfixiante, sino desde la generosidad, desde un compartir que hace bello; una barrera que, aunque no lo quita, sientes cómo atrapa tu dolor.

Comienzas a leer y te das cuenta de cómo cada uno de ellos quiere proteger(te), cuidar(te). Quiere dejar un pedacito de ellos, para decirte ¡estoy contigo!, comparto tu dolor y quiero acompañarte.

Todo lo que habías encontrado en la playa, lo que parecía inútil, y que no servía (botellas, etiquetas, madera, papel…), se había convertido en una red que, por primera vez desde que llegaste, te hizo sentir calma. Todo eso, había forjado un muro protector sobre el que descansar.

Quieres hacerte con todos ellos para buscar la respuesta, el mapa de salida. Sin embargo decides dejarlos allí y regresar más tarde a seguir leyendo. No quieres arrebatar su función «solo tú tienes la respuesta, pero yo estoy a tu lado» fue el mensaje que te hizo llegar a esta conclusión. Comprendes que esa salida debías de, con toda su compañía, explorarla tú.

Vuelves a la orilla, extasiado de tanto nadar. Y, dándole una y otra vuelta a lo ocurrido, con el sol acariciándote la piel y el sonido de las olas meciéndote… descansas. Repentinamente, la espuma del mar roza tus dedos tan insistentemente que abres los ojos, confusión, dónde estás…

«Es… ¿la primera playa?», te preguntas. Al fondo puedes observar a aquellos chicos jugando a las cartas y riendo junto a tu toalla, definitivamente es la playa donde empezó tu aventura. Agitado piensas, «¡vaya! al parecer todo ha sido un sueño… » O tal vez no. Porque te ha llevado a  una valiosa reflexión, no puedes dejar de darle vueltas… Si yo hubiese sido, fuese o vaya a ser un náufrago del dolor, ¿qué mensaje quiero dejar en ese coral?

Este cuento, redactado por Samara Sáez (psicóloga sanitaria de AFDA) y las fotografías que le acompañan (Gravitar estudio), forman parte de la sesión de cocreación artística El arrecife, en la que, a través de la propuesta artística de Recreando Estudio Creativo, creamos con socios y socias de AFDA una pared de corales a partir de materiales reciclados, reflexionando sobre las acciones – individuales y colectivas – que podemos emprender para contribuir a la prevención del suicidio. Nuestro arrecife protector, que atenua el impacto de las mareas en el litoral y es hogar para millones de especies, pretende simbolizar nuestra capacidad para transformarnos en una sociedad protectora y preventiva del suicidio.

Puedes visitar El arrecife en nuestra sede (C/Santa Lucía 9) y puedes dejarnos en los comentarios qué mensaje te gustaría dejar entre los corales.

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