Escrito por Jara Vergara y Alexandra Lafuente – Psicólogas sanitarias de AFDA
Este verano, decidimos hacer algo nuevo: bucear por primera vez. La experiencia que íbamos a vivir era exactamente la misma para ambas: mismo lugar de buceo, misma botella de aire comprimido y marca de aletas. Pero había algo diferente entre nosotras: la mochila de vivencias personales, esa que vamos llenando a través de nuestro recorrido vital. Lo que parecía ser sólo una actividad nueva, terminó enseñándonos mucho sobre nosotras mismas y sobre cómo gestionamos el miedo y la incertidumbre. Como despedida al verano, queremos compartir estas dos perspectivas para reflexionar sobre lo que aprendimos de esa inmersión, ¿nos acompañas?
Primera experiencia
Los nervios iban aumentando con cada explicación del funcionamiento del equipo, algo totalmente nuevo y muchas cosas que recordar: maneras de signar debajo del agua; cómo quitar el agua de tu boca o tus gafas mientras te mantienes sumergida; cómo flotar subiendo y bajando usando la bomba de aire; cómo mirar el manómetro para controlar cuánto aire queda… Las dudas entraban en mi cabeza con todo tipo de pensamientos: ¿Qué pasa si tengo una duda debajo del mar? ¿qué pasa si no sé usar esto? ¿qué hago si se me cae una aleta? ¿cómo informo de que algo no está bien?… Así es nuestra mente, nos lleva a anticipar cientos de escenarios para poder resolver los problemas antes de que ocurran. Otra voz me decía que, si estaba prestando atención a los posibles escenarios, no me iba a acordar de qué era lo que tenía que hacer si había un momento de crisis y, así, volvía al bucle. Fue en ese momento cuando decidí confiar en el instructor y prestar atención sólo a sus palabras.
Llegó el momento de ponernos el neopreno, las aletas y coger el equipo. El traje aprieta, el equipo pesa unos 20 kilos… todo era incómodo, en mi cabeza sólo había quejas, y estaba olvidando que jamás volvería a vivir esa experiencia por primera vez. Por fin nos metimos en el agua, ahora sí que íbamos a poder disfrutar del mar y toda su naturaleza. Pero primero, había que hacer la prueba de la respiración fuera del agua utilizando el respirador, otro inconveniente más donde volvieron a aparecer pensamientos: qué difícil es respirar así; no vas a saber; que espeso es el aire… De repente, me dejé llevar por los pensamientos y me quité la boquilla del respirador. Paré un momento y me dije… ¿Vas a dejar de hacer algo tan valioso por miedo? Puse atención en mi respiración, conecté con mi cuerpo y empecé a respirar despacio. Poco a poco, todo fue haciéndose más fácil. Nos fuimos adentrando despacio en el agua, aparecieron muchos pececillos y… ¡disfrutamos!
Segunda experiencia
Las ganas de vivir la experiencia eran más grandes que los nervios mientras el instructor nos explicaba el equipo que íbamos a utilizar. Me gustaba estar sentada, escuchando la lección y ajena a lo que se venía. La dificultad vino después, cuando me tocaba a mí llevarlo a cabo. La primera sensación al utilizar el respirador fuera del agua , fue de ahogo -mientras escribo esto todavía puedo sentirlo un poco-. Cuando utilizas el respirador para coger aire fuera del agua, sientes constantemente que falta aire, no sacia, y en ese momento, la cabeza me decía no vas a poder. Nos sumergimos por fin y, aunque eso hizo más liviana la respiración, empezó a entrar agua en mis gafas… ¡me iban grandes!
Intentaba relajarme, pero mi cabeza me decía: sal de aquí. Así que una, dos, tres, cuatro veces interrumpí el buceo para salir a la superficie y vaciar las gafas fuera del agua… mi amiga se quedaba sumergida, pausada, y mi cabeza decía es por tu culpa, … cinco, seis veces… cada vez que me invadía el agobio y subía a vaciar las gafas, sentía mucho alivio pero, al instante, me decía: la estás fastidiando, abandona esto, no lo vas a lograr.
El instructor me ofreció dos gafas distintas, pero ninguna solucionaba el problema. Sentía la presión de tener que resolver rápido la situación, de volver a un estado de control que parecía imposible de alcanzar en ese momento. Fue entonces cuando decidí hacer algo diferente: dejar de luchar contra la incomodidad. Me sumergí nuevamente y acepté que el agua seguiría entrando en mis gafas. Y, por fin empecé a atender a lo que estaba viviendo: ver que los peces se acercaban, pensar que nadaban a mi lado, ver a mi amiga sonreír con los ojos… Quizás logré esto durante unos cinco minutos, pero ¡qué cinco minutos más bonitos!
Al final del día las dos notamos que la mochila de experiencias estaba más llena. Cada una desde su perspectiva, su dificultad y su propia vivencia.
En la vida, en la rutina del día a día, las cosas nuevas, las tareas… como ese día en el mar, nos llevan a olvidar lo verdaderamente importante y valioso. Claro que pasan cosas, era el primer día que buceábamos, nos chocábamos con la arena o subíamos mucho, teníamos que pillarle el tranquillo a la “flotabilidad”. Pero nuestra atención no la poníamos tanto en eso, como en lo que veíamos a nuestro alrededor. En vernos juntas nadando y señalándo los peces, en sentir nuestro cuerpo flotando y el agua en nuestra piel, en ver lo de nuestro alrededor, en escuchar la tranquilidad debajo del agua…
Por eso, nos gustaría plasmar algunos de los aprendizajes que nos metimos en la mochila a raíz de esa experiencia:
- Situarte en el presente y soltar el control: Cuando dejas de luchar por controlar cada detalle y te abres a lo que está ocurriendo en el momento presente, todo empieza a fluir de manera más natural. La búsqueda constante de vías para evitar los problemas, te puede hacer perder lo valioso de la experiencia.
- Aprender a aprender: Enfrentarse a algo nuevo puede ser muy frustrante. Por eso, es importante darte la oportunidad de errar e incorporarlo como parte del avance. Abandonar en el primer tropiezo sólo te dejaría con sensación de fracaso, reforzando la idea de: no valgo para esto. Pero, si sigues comprometido/a con lo que realmente te importa, puedes darte la oportunidad de mejorar.
- Escuchar nuestra mente sin dejarnos arrastrar por ella: La mente muchas veces te habla desde el miedo, activando respuestas de supervivencia que, aunque útiles a veces, no siempre te guían hacia lo que realmente quieres. Si logras hacer una pausa y cuestionar esos impulsos automáticos, podrás elegir actuar de acuerdo con lo que te importa.
Y tú, ¿qué aprendizajes meterías a tu mochila si haces un recorrido de tu verano?