Escrito por Javier Vela– psicólogo sanitario de AFDA
¿Alguna vez has sentido que, al centrarte tanto en las necesidades de los demás, has olvidado las tuyas? Pensar en los demás es un acto de generosidad que nos permite apoyar a otras personas, cuando es necesario. Además, hay situaciones en las que ceder facilita la convivencia, e incluso puede ser beneficioso para llegar a un punto intermedio entre lo que necesita una persona y lo que necesita otra. Sin embargo, si como regla general siempre cedemos, sin atender a lo que es, o no es, necesario en cada momento, corremos el riesgo de no atender a nuestras necesidades y de acabar quemados con las personas que nos rodean. Cambiar esto no es una cuestión de los demás, sino nuestra. ¿Quién sino uno/a mismo/a es el principal responsable de cuidar nuestras propias necesidades?
Ser generosos/as no es algo que hacer únicamente con los demás. También es importante ser generosos con uno/a mismo/a, como una forma de cuidarnos. Teniendo en cuenta la diferencia de cuándo es momento de ser generosos con los demás y cuándo con uno/a mismo/a, hay momentos en que nos tosca poner límites. Por nuestra propia salud mental. Por crear un espacio en el que podamos crecer y disfrutar, conviviendo con los demás y sin ‘desvivir’ nuestra vida. Y es que este es el principal beneficio que obtenemos al poner límites a otras personas. Hacerlo nos permite crear espacio para atender a nuestras propias necesidades. Porque, ¿quién nos conoce mejor que nosotros/as mismos/as?

No tenemos que expresar en voz alta lo que echamos en falta, ya lo sabemos. “Sólo” tenemos que permitirnos sentir esa necesidad y permitirnos actuar en consecuencia, aunque a veces no sea fácil. Es especialmente difícil cuando tenemos que decir “no” a alguien que no conoce un “no” por respuesta. Cuando una persona está acostumbrada a obtener todo lo que pide, se le hace raro no conseguirlo. Esa persona aprende que siempre va a poder disponer de lo que pida y se enfadará si no se lo damos. En el momento en que le digamos que “no”, seguramente buscará la manera de conseguir que cedamos y le demos lo que siempre ha conseguido.
Esto es lo mismo que ocurre con la máquina que vende refrescos y que podemos encontrar en los pasillos del hospital, del colegio, en el trabajo, etc. Estamos acostumbrados/as a que cuando echemos una moneda nos caiga nuestro refresco favorito. Pero imaginemos que un día, después de echar la moneda, no cae nuestro refresco. ¿Cómo nos sentimos en ese momento? ¿Qué nos pide el cuerpo hacer en esta situación? Supongamos que probamos a darle un golpe con la mano a la máquina y, gracias a ello, cae nuestro refresco. La siguiente vez que al echar la moneda no caiga el refresco, ¿qué nos volverá a pedir el cuerpo que hagamos? Supongamos que, de nuevo, no cae el refresco y tenemos que darle un segundo golpe y una patada. Y acabamos aprendiendo que si el refresco no cae a la primera, podemos golpear y balancear la máquina hasta que obtengamos lo que buscamos.
¿Qué tendría que ocurrir ahora para que dejáramos de golpear la máquina? Si un día llegamos a la máquina y no cae el refresco, y le damos un golpe y no cae el refresco, y una patada y no cae el refresco… Y por mucho que le demos golpes y la empujemos la máquina no nos da el refresco… ¿Qué ocurrirá al final? Nos cansaremos y nos iremos sin ese refresco que tanto queríamos conseguir, dejando la máquina en el lugar en el que está. Esto mismo ocurre con las personas. Si aguantamos los “golpes” y “empujones” sin dar el refresco que nos demandan, manteniendo nuestros límites, al final la otra persona se cansa y deja de intentarlo.

El problema, claro está, es que las personas no somos máquinas. Las máquinas son de metal, no sienten los golpes. Para ellas es más fácil mantenerse firmes y no dar el refresco. Pero nosotras somos de carne y hueso y sentimos lo que nos dicen. Porque hay palabras que duelen. Y cuando decimos “no” por primera vez, la otra persona empieza a golpear y empujar la máquina esperando que caiga su refresco. Ahí es cuando se hace duro mantenerse firme. Ahí, cuando nos tocan la fibra sensible y nos sentimos culpables, malas personas, egoístas… Porque, además, no son sólo los golpes que nos dan, sino que muchas veces nosotros mismos también nos damos golpes a “nuestra propia máquina de refrescos”. A veces nos llamamos malas personas por no ceder. Y con ello se complica mantenerse firme. ¿La esperanza? Si nos mantenemos firmes, poco a poco, poniéndolo en práctica con paciencia, se obtienen cambios. Al mantenernos firmes le damos la oportunidad a la otra persona, y a nosotros/as mismos/as, para poder aprender que ahora no le vamos a dar el refresco que nos pide. Que ya no vamos a ceder ante su demanda.
Por ejemplo, imaginaos que he quedado para ir al cine esta tarde con un amigo y ahora, de repente, me llama otro amigo distinto preguntándome si le puedo llevar con el coche por la tarde a hacer un par de recados. Entonces me toca preguntarme: ¿cómo de importante o urgente es ayudar al otro amigo con sus recados? Para ese amigo seguro que es muy importante, pero ¿qué pasaría si siempre canceláramos los planes que tenemos hechos? ¿Cómo nos sentiríamos con nosotros mismos, con nuestra vida y con lo que hacemos en el día a día? Si es momento de decir “No”, entonces nos tocará convivir con la mala contestación del amigo que nos ha llamado, con los cinco mensajes que nos envíe quejándose… Y, posiblemente, también nos toque convivir con nuestro sentimiento de pena de que nuestro amigo no va a poder recoger su mueble nuevo de la tienda, que le hemos fallado… Todos golpes en la máquina que nos ponen a prueba y que a veces merece la pena aguantar.
Ahora imaginemos que ya es por la noche. Salgo del cine comentando la película, y diciendo lo mucho que me ha gustado y lo orgulloso que estoy, aunque al principio haya costado, de haber mantenido mi plan original. Porque aunque los golpes a la máquina duelan, a veces merece la pena mantenerse firmes siendo fieles a uno/a mismo/a.
