Escrito por Claudia García Martínez – Psicóloga sanitaria

Es posible que a estas alturas más de una y de uno en AFDA nos haya ya escuchado hablar de compasión o de autocuidado. Son términos que están en auge y no en vano, pues están convirtiéndose en potentes herramientas terapéuticas. Los avances en neurociencia y psicología nos permiten comenzar a mapear en el entramado de nuestro cerebro las autovías neuronales por las que discurren nuestros instintos de supervivencia, preservación, y también de apego hacia los demás.

El psicólogo Paul Gilbert (2009) identifica que las personas tenemos al menos tres sistemas de regulación emocional importantes. El primero, relacionado con el sistema de amenaza, hace saltar la alarma cuando hay algún peligro en el ambiente (o anticipamos que lo pueda haber). El segundo sistema, el del logro, nos permite dirigirnos hacia metas tanto diarias como a largo plazo, obteniendo esa sensación de satisfacción cuando conseguimos realizar las tareas que teníamos programadas. Ambos sistemas son de extremada importancia porque, en el sentido más primitivo, nos permiten mantenernos con vida. Sin embargo, en mamíferos existe un tercer sistema, más moderno a nivel evolutivo (tan sólo 80 millones de años) que explica mucho sobre nuestra naturaleza: el sistema de calma y cuidado.

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¿Quién no ha visto algún documental de La 2? Pensemos en una leona con sus cachorros, un grupo de chimpancés, una manada de lobos ibéricos o cualquier otra especie gregaria. Todas ellas tienen increíbles instintos de supervivencia y proveen con uñas y dientes tanto el alimento como la protección  a la prole cada vez que se hace necesario. Pero ¿qué sucede cuando ya están alimentados y no hay depredadores o enemigos merodeando? Que comienza el reposo y el juego.

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Cuando no hay nada de lo que defenderse, el grupo comienza a relacionarse y a llevar a cabo conductas de cuidado mutuo, de juego entre los más jóvenes, de limpieza y desparasitación, así como los rituales de apareamiento. Sin una relativa calma, ningún animal de los mencionados se involucra en estas actividades. Pero sin estas actividades, ningún animal sobreviviría tampoco.

Estos momentos de distensión en donde ocurren tantas actividades básicas son importantes porque producen relaciones de apego entre los miembros de la manada y favorece así, un clima de cooperación en el grupo, que revierte a su vez en la supervivencia del mismo.

Este sistema, con maravillosas aplicaciones, parece estar sustentado por una base neural relacionada con la oxitocina. Esta neurohormona, apodada “hormona del amor”, es la que segregamos cuando una madre da a luz o amamanta a su bebé, pero también cuando abrazamos a un ser querido.

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Existen al menos dos hipótesis teóricas bien establecidas que explican el origen evolutivo de este sistema. El primero tiene que ver con la cooperación en especies de animales gregarias. Las manadas de animales que cooperaron para detectar depredadores o criar en conjunto, tuvieron mejores probabilidades de supervivencia y así, la evolución potenció a las especies con mejores “habilidades sociales”.

La segunda, y en la que pretendo centrar la atención, está relacionada con nuestro nacimiento. Es posible que hayáis visto como los peces, tortugas u otros animales nacen y se convierten directamente en individuos autónomos, con todas las funciones básicas desarrolladas. Sin embargo, los mamíferos así como otras especies, nacemos “inmaduros”, es decir, necesitamos durante las primeras semanas o años el cuidado de al menos un progenitor, generalmente la hembra, para asegurar nuestra supervivencia. En el caso de la especie humana resulta evidente que un/a bebé recién nacido necesita no sólo ser amamantado/a si no tener un cuidado constante durante los primeros meses e incluso años de vida.

Este aparente hándicap en el nacimiento, en realidad, nos permite seguir madurando durante los siguientes años de vida y favorece el desarrollo de funciones cerebrales más complejas. Sin embargo, como podemos imaginar, esta dependencia necesitaba tener previsto algún mecanismo que permitiera asegurar la supervivencia de las criaturas recién llegadas. He aquí donde cobra sentido el sistema de la calma y el cuidado unido a los descubrimientos relacionados con la teoría del apego.

La teoría del apego, desarrollada por Bolwby, establece que un recién nacido necesita desarrollar una relación de apego seguro con al menos una persona adulta durante los primeros años de vida. Es decir, necesitan, más allá del alimento, el contacto humano para conseguir un desarrollo intelectual y socioemocional pleno. El impacto de no contar con este contacto es tal que en un estudio realizado por OMS acerca de niños y niñas separados de sus familias a causa de la 2ª Guerra Mundial, Bolwby encontró indicios de que las y los jóvenes que había experimentado privación materna por vivir en orfanatos tendían a presentar graves problemas en el desarrollo intelectual así como de gestión emocional y relacional.

Los estudios que permitieron desarrollar la teoría del apego, aun vigentes hoy, nos permite entender que el contacto humano, el calor, el afecto son necesidades básicas sin las cuales las personas no podríamos sobrevivir.

Este mismo sistema neural se activa igualmente cuando somos compasivos con las demás personas, cuando aliviamos el sufrimiento de algún ser querido o cuando llevamos a cabo comportamientos altruistas en nuestra comunidad. Y es que parece ser que estamos genéticamente diseñados para sentirnos bien cuando cuidamos y, a su vez, cuando somos cuidados por los demás. Cuando consolamos o somos consolados aparece en nosotros una sensación de calma y relajación, necesaria para compensar momentos de dolor.

El abrazo es el emblema de este sistema. Una madre que acuna a su bebé mientras lo amamanta, un padre que consuela cuando su hijo llora, una amiga que nos abraza cuando nos dan una mala noticia.

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El acto de abrazar genera consuelo, alivio, sana. Cura porque estimula directamente ese centro diseñado para hacernos compasivos y afectuosos, ese mismo que nos genera consuelo cuando las demás personas son compasivas y afectuosas con nosotros/as. El mismo sistema que nos permite nacer, crecer y vivir en comunidad y que nos permite recuperar el equilibrio en momentos difíciles de la vida.

Como ya decía el Dalai Lama “el amor y la compasión son necesidades, no lujos. Sin ellos, la humanidad no puede sobrevivir”.

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