Escrito por Andrea Lafuente – Psicóloga sanitaria

Todo el mundo siente dolor. Las personas, como cualquier ser vivo, estamos expuestas a situaciones que implican malestar (eventos dolorosos, cambios vitales, duelos) que hacen que puedan aparecer determinadas reacciones emocionales que consideramos desagradables tales como la tristeza o la ansiedad. Todo ser humano, en algún momento, ha sentido tristeza, culpa, vergüenza, ansiedad, miedo.  En ocasiones, estas reacciones emocionales resultan tan desagradables que nuestra mente nos convence de que son catastróficas, insostenibles y que tenemos que controlarlas, resolverlas o cambiarlas para poder vivir felizmente. Es decir, le otorgamos una función aversiva ya que tener dolor es sinónimo de enfermedad y, por tanto, tendemos a evitarlas. Estos principios, orientados al cambio y el control de los eventos privados para poder tener una vida feliz, no serían problemáticos si el comportamiento resultante no produjera limitaciones en la vida. Sin embargo, la necesidad de resolver el malestar, o la de obtener placer como condición para vivir, nos empuja a actuar de una forma que, en contra de lo esperado, no nos deja vivir, ya que paradójicamente fortalece y extiende el malestar y la necesidad de implementar más recursos para resolverlo.

Como se ha mencionado, ante los eventos dolorosos de la vida pueden desencadenarse experiencias internas desagradables, las personas tendemos a buscar estrategias que minimicen esos sentimientos/pensamientos/emociones; sin embargo, se produce un efecto rebote, ya que el malestar aumenta.

Si ponemos como ejemplo una persona que acaba de perder su puesto de trabajo, el cual valoraba mucho, es natural que en ese momento se sienta triste, que no tenga ganas de hacer nada, que quiera dormir todo el día o pierda el apetito. Esta vivenciando un proceso de dolor natural, pero ¿cuándo se convierte en un problema? Cuando esta persona reduce sus salidas a favor de descansar y recuperar energía y limita sus interacciones con personas significativas para no sentirse mal o evitar que le pregunten qué le pasa a la espera de volver a notar cierto nivel de motivación o entusiasmo: “hoy no voy a quedar con mis amigxs, cuando esté mejor iré”, “voy a aplazar la comida familiar, no quiero que me vean así”, “seguiré formándome, porque para mí es importante ser una buena profesional, cuando me encuentre bien”. Si esta persona se siente deprimida, considera que no debería sentirse así y centra sus recursos atencionales y sus energías en la necesidad de controlar el malestar o a la espera de tener ciertos sentimientos positivos para ponerse en marcha, seguramente tras apartarse de estos aspectos importantes de su vida se sentirá culpable, sentirá rabia y se seguirá sintiendo tanto o más deprimida.

Probablemente, este patrón conductual sostenido en el tiempo acabará desarrollando un cuadro depresivo. La depresión es uno de los trastornos mentales más comunes, y la anhedonia forma parte de esta entidad. Esta característica de la depresión se define como la disminución del placer o interés en cualquier actividad. Las personas que experimentan anhedonia pierden el interés por llevar a cabo actividades de las que solían disfrutar y/o no les resultan tan placenteras como solían vivenciarlas. Y, ¿por qué podría producirse esa pérdida de interés o placer? Si continuamos con el ejemplo anterior, esta persona que antes se consideraba proactiva, entusiasta, amante de la lectura, aventurera, deportista, y, además, le gustaba ser esa persona, ahora se ve en el polo opuesto. Seguramente, tratará de volver a ser la persona que era antes de tener depresión. Quizás le surjan pensamientos tales como  “si me voy de viaje, seguro que me lo paso bien”, “si quedo con mis amigxs, me lo pasaré bien”, “para encontrarme mejor tengo que dar un paseo todos los días”, “tengo que disfrutar porque si no será terrible, no saldré de la depresión nunca”, etc. ¿Disfrutará realmente de lo que se plantea? Esta persona que realiza estas actividades con esa “presión por disfrutar” al final acabará por no disfrutar de ellas, consecuentemente tendrá sentimientos de tristeza, frustración y cansancio emocional porque “haga lo que haga, no me encuentro mejor”. Cuando tomó la decisión de quedar con sus amigxs por el motivo de que se sentiría mejor, en el momento de estar juntos tomando algo, ¿en realidad estaba con ellos?, o ¿puede que su atención estuviese más pendiente de si se encontraba a gusto o surgía alguna señal que le indicase lo contrario? o ¿estaría valorando, en ese preciso momento, si estaba disfrutando?

Las personas no tenemos la capacidad para decidir si disfrutaremos o no. Para poder disfrutar de algo en primer lugar, tenemos que atender a la situación, prestarle atención; en segundo lugar, entender qué está ocurriendo; y, por último, involucrarnos con ella. Estas pueden ser claves para disfrutar y aun así no nos garantizan que lo consigamos. Lo único que podemos hacer es concentrarnos e implicarnos, en aquellas actividades que de verdad nos importan y aceptar que la decisión de disfrutar o no, no está en nuestro control.

De aquí deriva el por qué de no disfrutar las cosas como antes. Quizás tenga que tomar conciencia si lo que estoy haciendo, lo hago porque es valioso e importante para mí o si, por el contrario, estoy intentando “quitarme algo” o evitando pensamientos o sensaciones. No es lo mismo tomar la decisión de hacer un viaje porque me gusta viajar, conocer nuevos lugares y culturas, aunque mi malestar no mejore, que si decido realizar un viaje “a ver si así me encuentro mejor”.

En algún momento de nuestras vidas todos nos habremos presionado por disfrutar o habremos intentado que algo nos apasione como lo hacía antes. Lo importante es darse cuenta de este proceso e identificar si lo que hago es evitar el malestar o, sin embargo, si me estoy involucrando en algo porque es importante para mí.

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