Escrito por Claudia García – Psicóloga Sanitaria

Todas las personas hemos oído alguna vez el consejo de “acéptalo, es lo que hay”, asumiendo o dándonos la sensación de que aceptar una situación dolorosa pasa por resignarse y bajar los brazos ante la adversidad.

Generalmente, ante una situación que juzgamos como injusta, nuestra mente tiende a buscar soluciones para arreglar el problema o reducir de alguna manera la distancia que hay entre “cómo son las cosas” y “cómo me gustaría que fueran”. De manera automática, nuestra mente – que se pirra por los rompecabezas – comienza a darle vueltas y más vueltas al suceso, haciéndonos girar una y otra vez sobre el “por qué ha sucedido” y el “cómo podría haberlo evitado”.

A estas alturas, imagino que más de uno y una reconocerá esta sensación de vernos atrapados en ese tío vivo mental. Este proceso, a pesar de ser relativamente automático, nos cansa, nos marea y nos hace sentir desorientación.

La alternativa a quedarnos en el tío vivo dando vueltas es, justamente, la aceptación. No porque ella vaya a cambiar la situación, ni vaya a hacer que duela menos, si no porque a la larga quedarme en el tío vivo me aleja de mi vida y me produce un mayor sufrimiento.

Así pues, la aceptación no es resignación, no es apechugar, no es asumir la derrota y dejar de caminar. Todos estos términos implican quedarnos pasivas/os ante lo que suceda.

La aceptación implica reconocer lo que ha sucedido, el impacto que ha tenido en nuestra vida y el dolor que nos ha producido; para después poder decidir cuál es la mejor manera de actuar según lo que es importante para nosotros/as. Esta es la parte activa de la aceptación.

Al contrario que la resignación – que nos dejaría pasivos delante del tío vivo – la aceptación nos mueve a pasar a la acción, a continuar caminando hacia nuestros valores, a seguir orientadas hacia las cosas que nos importan, a pesar de que a veces la vida duela.

Otros artículos

Ir al contenido